Octavio Sisco Ricciardi
Así como los poderes de la tierra han de defenderse, toda riqueza o potestad mítica, religiosa o espiritual, ha de ser protegida contra los poderes contrarios o frente a la posible intrusión de lo que no es digno de penetrar en su dominio. Leyendas que se pierden en la noche de los tiempos, hablan del “guardián del tesoro”, casi siempre un grifo o dragón, o un guerrero dotado de potestades extraordinarias. En los templos, su organización espacial implica la idea de defensa, que los muros, puertas y torres ratifican. En Extremo Oriente los guardianes suelen ser figuras de monstruos fabulosos o fieros animales.
En Occidente, las imágenes de los portales pueden tener similar función. Nos refiere Cirlot, que sicológicamente, los guardianes simbolizan las fuerzas que se concentran en los umbrales de transición entre distintos estadios de evolución y progreso, o regresión espiritual. El “guardián del umbral” ha de ser vencido para penetrar como dueño en un recinto Superior.
Estos protectores son ubicados en las entradas de las edificaciones o accidentes naturales como pueden ser cavernas, justo antes de las mismas. Significan la advertencia, la defensa, la protección de dichos espacios. Por ejemplo, basta recordar a Cerbero, el soberbio perro de tres cabezas cuya garganta erizada de serpientes, guardaba el palacio de Plutóna orillas de la laguna Estigia.
Los Leones de Fu, poderosos animales míticos que tienen su origen en la tradición budista, propagados en el sudeste Asiático, China, Japón, el Tíbet, Corea y Tailandia. Lammasu divinidad protectora, un ser híbrido legendario, principalmente de la mitología asiria, que posee cuerpo de toro o león, alas de águila y cabeza de hombre. Otros guardianes, suelen colocarse en los altos de los edificios para otear posibles peligros. Es el caso de las célebres quimeras que decoran la gótica Catedral de Notre-Dame de París, que contrariamente a lo que se piensa, datan de mediados del siglo XIX elaboradas por el artista francés Victor Joseph Pyanet.
En los predios de la novel urbanización Los Caobos en Caracas, el 20 de febrero de 1938, el presidente Eleazar López Contreras inaugura el Museo de Bellas Artes, diseñado por Carlos Raúl Villanueva, culminado 3 años antes. El edificio de estilo neoclásico con algunos ribetes Art-Decó albergaría las obras que se exhibían desde finales de los 20 del siglo pasado en la primigenia sede ubicada de Veroes a Santa Capilla, en plena avenida Urdaneta, hoy Escuela de Música José Ángel Lamas. Posteriormente, el edificio fue sometido a una ampliación en 1953, que impulsó el crecimiento de la planta hacia la parte trasera. Allí funcionó hasta el año 1976, cuando se crea la Galería de Arte Nacional, razón por la cual el Museo es trasladado a una nueva edificación de arquitectura brutalista adosada en la parte posterior del complejo neoclásico, obra también de Villanueva, rodeada de la exuberancia boscosa de caobos y plantas tropicales. En esa oportunidad, se vacía en bronce una obra en yeso que en 1914 realizara el escultor caraqueño Lorenzo González, La tempestad, la cual es colocada en el portal izquierdo del Museo.
Descendiente por línea paterna de una familia de escultores, Lorenzo González (10.8.1876 - 16.9.1948) se siente atraído, desde temprana edad, por esta disciplina artística. Estudia en la Academia Nacional de Bellas Artes de Caracas, donde recibe las enseñanzas de los escultores Ángel Cabré i Magriñá y Cruz Álvarez García. Al terminar sus estudios, en 1899, obtiene el premio de escultura en el concurso de fin de curso de la Academia, que lo hace acreedor de una beca, con la cual viaja a París ese mismo año. En la capital francesa, donde permanece varios años, asiste a los talleres de los escultores Henri Allourd y Jean-Antoine Injalbert. En 1905, participa en el Salón de Artistas Franceses en París con 2 esculturas, El dolor (extremo derecho de la entrada del Museo) y Eva después del pecado (en los espejos de agua del jardín central del Museo); por esta obra última recibe mención honorífica.
En los años siguientes, realiza por encargo del Gobierno nacional una serie de trabajos relacionados con temas históricos, entre ellos: la escultura ecuestre del gran mariscal José Antonio de Sucre en la plaza Catia de Caracas, la estatua del general José Antonio Páez en Maracay, el monumento a Ricaurte en San Mateo, el monumento a Francisco de Miranda en el campo de Valmy, Francia (replicada en Filadelfia, Sao Paulo, París, San Petersburgo, La Habana y en Venezuela (2 en Caracas, Coro y Maracay) y el arco de Carabobo en el campo de la batalla de Carabobo.
Al analizar la escultura de La tempestad, Calzadilla refiere que esta obra responde a la estilística del siglo XIX, emparentada con el realismo pictórico de un Cristóbal Rojas o un Arturo Michelena, del cual viene a ser equivalente escultórico. Es un conjunto de dos figuras femeninas que representan a dos generaciones: una anciana que extiende su brazo derecho señalando con su dedo índice al horizonte que anuncia una tormenta, pronunciado por las telas ondeantes de su ropa, lo que acentúa un dramatismo en movimiento a pesar de su solidez broncínea; a su lado izquierdo, una niña que suponemos es su nieta, a cuyo regazo protector se acoge. Ambas representan a campesinas de la región de la Bretaña francesa, el Finisterre galo, en la que destacan el uso de la cofia en su cabeza y zuecos de madera, un tipo de calzado de trabajo usado en el campo.
La tempestad de Caracas, rompe con los patrones de custodios quiméricos o míticos de edificaciones, es la cara humana que reúne ansiedad, realismo y sensibilidad. Mujeres que se enfrentan diariamente en el batallar que es la vida en este plano mundano. Ellas son nuestras guardianas, las protectoras del templo que acoge a las obras de arte de artistas nacionales, extranjeros, universales. Son nuestras protectoras, una con el peso acumulado de vivencias, la otra, potencialmente luchadora. Están en el umbral entre la vigilia y el ensueño.
Calzadilla, J y P. Briceño (1977) “Escultura/Escultores Un libro sobre la escultura en Venezuela” Caracas: Maraven, S.A.
Cirlot, J.E. (1992) “Diccionario de Símbolos”. Barcelona: Editorial Labor, S.A.
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