Octavio Sisco Ricciardi
Cada pueblo tiene sus himnos nacionales. En algunas ocasiones, canciones patrióticas son oficialmente reconocidas por los estados soberanos. La Marsellesa, himno nacional francés, inicialmente se compuso para insuflar a los parisinos a la guerra que recién se había declarado en 1792 a Austria. “Canto de guerra para los soldados del Rin” se tituló. Poco después Los parisinos la acogieron con gran entusiasmo y bautizaron el cántico como “La Marsellesa”. Nuestro “Gloria al Bravo Pueblo” en las postrimerías inmediatas del movimiento emancipador de 1810 se oía en las calles de Caracas, conocida como la “Canción Nacional”, trova patriótica que posteriormente decretara Antonio Guzmán Blanco símbolo nacional en 1881. Se llegó a llamar “La Marsellesa venezolana”.
A la par, hay una canción o melodía que se convierte por la fuerza de la tradición, el amor y el sentimiento en un segundo himno, o quizás el símbolo in pectore de los pueblos que se reconocen e identifican en él, amén de la oficialidad tocada en marchas y actos protocolares. En el caso venezolano, queda fuera de discusión que “Alma Llanera” es el joropo afectivo asumido como himno familiar, compuesto por Rafael Bolívar Coronado con música de Pedro Elías Gutiérrez, canción de la zarzuela homónima, estrenada el 19 de septiembre de 1914 en el Teatro Caracas. Por su parte, México tiene como segundo himno a “La Marcha de Zacatecas” culturalmente vinculado a la charrería, escrita por el compositor Genaro Codina Fernández. “Luna de Xelajú”, considerada por muchos el segundo himno de Guatemala y uno de los pocos temas musicales nacionales que tiene más de cien versiones. “El Carbonero” es estimado como la tonada nacional de El Salvador, canción folklórica escrita por el músico y compositor salvadoreño "Pancho” Lara, y así, se podrían citar más ejemplos.
Sería Giuseppe Verdi, compositor italiano de extraordinaria genialidad musical, quien le brindaría a los italianos su propio cántico, su segundo himno, su propia melodía sublime. “Va, pensiero, sull’ali dorate” (“ve, pensamiento, en las alas de oro”) es el verso que introduce el tercer acto de su ópera Nabucco (1842). Una poderosa melodía que se convertía en un llamado de revolución y lucha en esos días difíciles en los que Austria invadía gran parte del norte de Italia. Por eso, los italianos se adherían al grito del Nabucco, “Oh mia patria sì bella e perduta! O membranza sì cara e fatal!” (¡Oh, patria mía, tan bella y tan perdida! ¡Oh recuerdo tan querido y tan fatal!), porque Verdi les había brindado las palabras exactas a las cuales asirse, pero también desde donde actuar y unificarse. Versos repletos de historia, evocación, pues se inspiraban en aquel cruel y triste cautiverio que había vivido el pueblo hebreo en Babilonia bajo el rey Nabucodonosor II. Era la historia del éxodo de un pueblo, de la retirada obligada de la patria amada.
Bajo ese canto glorioso que los adhería, llegaría el 17 de marzo de 1861 en que la península iniciada por el mítico Eneas, fraccionada en ducados, reinos y dominios extranjeros, se unifica en una sola nación liderada por Víctor Manuel II que se coronó Rey de Italia ese mismo año. La creación del Reino de Italia fue el resultado de los esfuerzos concertados de nacionalistas italianos y monárquicos leales a la Casa de Saboya, reinante hasta ese momento en el estado predecesor al Reino de Italia, el Reino de Cerdeña, para establecer un reino unido que abarcara toda la península itálica.
Venezuela es el primer país latinoamericano en reconocer el reino italiano unificado apenas tres meses antes. El 19 de junio de 1861 se suscribió en Madrid, un tratado de amistad, comercio y navegación entre la República de Venezuela, encabezada por su Jefe Supremo civil y militar, José Antonio Páez y S.M. el Rey de Italia, Vittorio Emanuele II, ratificada por ambas partes en septiembre del año siguiente, posteriormente confirmada mediante Decreto de 24 de noviembre de 1862. En la firma del tratado los países contratantes estuvieron representados por sus plenipotenciarios, a saber, por Venezuela, don Fermín Toro y por Italia, el barón Romualdo Tecco, Caballero, Gran Cruz de la Orden Real de los Santos Mauricio y Lázaro, a la sazón, ambos ministros embajadores de sus respectivos países en el Reino de España.
Es el inicio de una relación fraterna entre ambos pueblos, de afecto, sin discriminación. Venezuela imán, puerta franca para todos aquellos que han emigrado de sus países portando esperanzas, sueños y anhelos como equipaje. Se calcula por ejemplo que entre 1948 y 1961, ingresaron a Venezuela 920.000 inmigrantes, principalmente de las penínsulas mediterráneas: la ibérica (españoles y portugueses) y la itálica (italianos), cuando el país apenas contaba entre 5 a 7 millones de habitantes. Se estima que casi 2 millones de venezolanos tienen un reciente antepasado italiano. Venezuela cuenta con la segunda comunidad española de América del Sur, por detrás de Argentina; la tercera comunidad italiana del subcontinente, solo superada por Brasil y Argentina; y la segunda comunidad portuguesa, superada solo por Brasil.
Las primeras inmigraciones italianas del siglo XIX, agradecidas por la acogida de esta “Tierra de Gracia”, a propósito del primer centenario de nuestra independencia, obsequiaron una ofrenda broncínea, la cual fue emplazada en el sector Palo Grande, de la caraqueñísima parroquia San Juan, en la incipiente calle San Martín, la primera calle capitalina donde se honró la memoria de un prócer de la emancipación americana en la persona del argentino General don José de San Martín. Se trata de la “Plaza de la Libertad” identificada así en los planos de la ciudad desde 1919 hasta 1955, oportunidad del ensanche de la calle para transformarla en una cómoda avenida, cuando pasó a ser identificada “Plaza Italia”.
Se trata de la representación de la libertad, una mujer en bronce de 1,50 metros de alto aproximadamente, vestida de armadura y casco en la cabeza, que recuerda a la diosa romana Minerva, que al igual que la Atenea griega, era una guerrera de los justos combates para conservar la paz así como generosa protectora de la ciudad. Con su brazo derecho elevado porta en su mano una antorcha que emula la iluminación de la senda futura, mientras que en su cinto izquierdo cuelga una espada, forjadora de libertades. La hermosa figura se yergue sobre un pedestal de piedra artificial de dos metros de altura, donde en su frontis se lee la siguiente inscripción: “NEL CENTENARIO/DELLA INDIPENDENZA DEL VENEZUELA/AL SUO POPOLO OSPITALE/LA COLONIA ITALIANA OFFRE/MCMXII” (En el centenario de la independencia de Venezuela, a su pueblo hospitalario, la colonia italiana ofrece, 1912).
La pieza fue elaborada por el escultor y pintor italiano Gaetano Chiaromonte (Salerno 1872-Nápoles 1962), artista versátil de una larga y fecunda trayectoria, autor de diversos monumentos, entre los que destacan el “Monumento a los caídos de la provincia de Salerno en la Gran Guerra” (1923) en plaza Vittorio Veneto y el “Monumento a los caídos políticos de la región salernitana MCMXI” conocido igualmente como “Estatua de la Libertad” en el corso Garibaldi, ambos conjuntos escultóricos en la ciudad de Salerno, Región Campania, Italia. Esta última imagen guarda similitud con la “Estatua de la Libertad” que la colonia italiana nos donara. La misma fue elaborada y fundida en los talleres del escultor en Nápoles. Chiaromonte es autor igualmente del monumental cacique Maracay, que estuvo ubicado desde inicios de los años 50 hasta 2011 en la denominada “Plaza del Indio” en el antiguo Paseo El Lago, Maracay, estado Aragua. Desde 2015 la escultura está colocada en la plaza El Ancla, ubicada al suroeste de Maracay, en el cruce entre las avenidas Aragua y Mérida, en la que está instalada un ancla del buque Aragua D-31, perteneciente a la Armada Bolivariana.
“La Libertad” es escoltada por la iglesia neogótica de Nuestra Señora de Lourdes (anteriormente de la Inmaculada Concepción, 1922-1938), referencia obligada en el paisaje urbano de ese sector de la capital. También le acompaña un busto del militar y político italiano Giuseppe Garibaldi, elaborado por el artista plástico tachirense Valmore Carrero Murillo, donado en 2007 a la ciudad por el Gobierno de la República Italiana con motivo del bicentenario del nacimiento del prócer de la unificación de la nación italiana. En la base del busto hay una inscripción en italiano que dice: "Giuseppe Garibaldi Eroe Dei Due Mondi" (José Garibaldi, héroe de los dos mundos —el europeo y el americano—).
El obsequio centenario de aquellos inmigrantes italianos, es una expresión de exvoto al suelo que los cobijó; simultáneamente es un choque de emociones puesto que el migrante carga con esa impresión de nostalgia, por esa patria originaria que le es lejana, pero que también la siente con más fuerza y fervor. Quien migra para no volver, siente la patria clavada en su ánima: tan presente en el pensamiento como distante, sentimiento que suele trasmitirse hasta una segunda generación: una melodía, que infunda valor al padecimiento, recordando las líneas finales del tercer acto de Nabucco.
Desde que el mundo es mundo, migrar ha sido un constante reflujo con altas y bajas. Los que ayer eran inmigrantes, hoy son otros que los que emigran. En realidad, los humanos somos de ningún lado del todo y de todos lados un poco, parafraseando al cantautor uruguayo Jorge Drexler.
Actualmente cuando la inmigración se torna un tema recurrente, parece o quiere olvidarse que muchos de aquellos países que ofrecieron brazos, manos y corazón a los que migraban por circunstancias generalmente acontecidas en sus propios estados, ahora son forzados a emigrar, paradójicamente por aquellos gobiernos que miran hacia otro lado o participan directa o indirectamente en la crisis, en la tierra que momentos históricos no tan distantes, acogió a sus connacionales y les aliviara sus cargas en períodos de dificultad. En ese éxodo, en ese partir obligado, la patria se convierte en una eterna melancolía, un ir y venir. Los pueblos son más que un intercambio de negocios e intereses crematísticos. Son almas, son corazón, son memoria.
Citando a Lao Tse: “El agradecimiento es el corazón de la memoria”. Va, pensiero.