Octavio Sisco Ricciardi
En solemne ceremonia -no podía ser de otra forma- el 19 de marzo de 1763 en la Catedral de Caracas don Martín Jerez de Aristiguieta y doña Josefa Lovera Otañez y Bolívar contraen formal y legítimo matrimonio. Debió oficiar dicha unión el obispo Mariano Martí debido al estatus que ostentaban ambas familias. Eran descendientes de las primeras estirpes criollas a las que alude Francisco Herrera Luque, a decir, los «Amos del Valle», la crema y nata de la sociedad caraqueña de entonces. Entrambas ramas pertenecían a los ascendientes del futuro Libertador.
Este enlace, como la mayoría de aquella élite local, gozaba de la mirada benevolente de las autoridades eclesiásticas frente a los impedimentos «dirimentes» previstos por el Concilio tridentino que establecía entre otras cosas, la prohibición de matrimonios de familiares vinculados entre sí por lazos consanguíneos. Martín Jerez de Aristiguieta y Josefa Lovera, eran criollos emparentados en segundo y tercer grado por la vía materna, y en tercer y cuarto grado por el lado paterno.
¡Escándalo, es un escándalo!
Desde el primer día el flamante esposo abandonaría a su esposa. Cuando se inició el juicio de divorcio uno de los alegatos de doña Josefa fue precisamente el de abandono «desde los principios de su matrimonio» (abandono notorio), concubinato o amistades «ilícitas» de varios meses con mujeres de «inferior calidad», mulatas y negras (así con la mulata María de la Concepción Palacios, Antonia Reyes o una negra llamada Chepita, incesto con una hija natural y hasta «maquinación de muerte» en contra de su esposa (pretendió envenenarla con opio a través de un esclavo infiltrado), amén del despojo de sus bienes (haciendas y esclavos).
Tal como lo explica Frédérique Langue en este tipo de escándalos públicos (adulterios, concubinatos), lo más perjudicial era en realidad el mal ejemplo puesto a la vista de todos, aunque si existía el poder de perdonar (era facultad exclusiva del obispo). La preservación de las apariencias ante todo, aunque las vidas privadas fueran un mar de tormentos. Lo más significativo de toda esta parodia: aparentar lo impolutos que eran dentro del círculo social.
Fue precisamente la infidelidad de ambos cónyuges -el adulterio- que motivó al menos formalmente, las discrepancias de la pareja y las repetidas denuncias de Martín Jerez, ofendido en su «honor», ante la conducta censurable de su esposa, acusada de relacionarse «ilícitamente» con varios personajes incluyendo a un tal Javier de Esparsa (quedando preñada en tres oportunidades pero no se pudo comprobar a ciencia cierta), de darse a la fuga en dos oportunidades, vestida ocasionalmente de hombre, y de concurrir a diversiones y otros bailes deshonestos, amén del supuesto embarazo que don Martín mandó constatar con un partero francés, de paso por Caracas, tratando de evitar «los escándalos en el Pueblo y los insultos contra (su) honor» y poner término al «mal ejemplo» dado por su legítima mujer.
Debió significar un bombazo el conocimiento de estos hechos libertinos protagonizados por la alta alcurnia citadina. Caracas contaba con 134 manzanas de 150 varas cada una (130 metros cuadrados aprox.). Literalmente era un infierno grande en una urbe pequeña. No resulta difícil conjeturar los comentarios que oirían los esclavos que acudían a comprar víveres en los puestos del mercado donde la plaza Mayor era el centro de la comidilla, para luego contárselos a sus amos. La plaza de Armas o Mayor (la futura plaza Bolívar) lucía desde 1755 modestas pero dignas arcadas que la bordeaban, mandadas a construir por el gobernador don Felipe Ricardos, acaso el primer urbanista preocupado por el ornato de la ciudad.
Otro punto del correveidile debió ser la calle de Mercaderes, aún recordada con la esquina que lleva su nombre, pues allí se encontraban la mayoría de los establecimientos de géneros distintos a verduras, carnes, carbón, leña, hortalizas y flores. Las diferentes acequias, fuentes y cajas de agua esparcidas a lo largo de la metrópoli debieron ser otros focos de comadreo. Cabría agregarle además el cuchicheo permanente en plena misa -entre salmos responsoriales- cuando la grey asistía a los templos según su estatus social: los blancos criollos, o sea, el mantuanaje puro y duro en Catedral, los esclavos en la de san Mauricio (hoy Santa Capilla), los canarios (los blancos de orilla) y pardos en La Candelaria. Hasta los santos que tutelaban cada una de las casas en nichos y peanas de los zaguanes, debieron ser mudos testigos de cuanta habladuría se debió esparcir.
En estos espacios ni el Twitter o el Instagram hubiesen podido sustituir el chisme en directo o streaming porque nos encontramos aún en la época barroca. La cultura barroca se destacó por su gestualidad. El guiño complementaba la comunicación visual con gestos de oralidad, de modo que hasta las pinturas «hablaban», pero no solo los cuadros, sino las tallas, esculturas e incluso las fuentes ornamentales. Todo un festín de teatralidad (piénsese en los ademanes del minué por ejemplo). Como mínimo habría que figurarse el semblante de cada rostro receptor de la intriga, cual personaje que parece gritar o estar asombrado en el célebre cuadro expresivo de Edvard Munch (aunque este sea del siglo XX).
Dinero y bolsa, hasta que no se gastan no se gozan
Si podemos resumir las circunstancias de este divorcio fue la excesiva brutalidad verbal y física que se profirieron ambos cónyuges. Se mencionan en las actas judiciales en repetidas oportunidades los «desprecios», «malos tratamientos», «ultrajes», «repetidos adulterios» y otros excesos que motivaron esta separación tales como los «atropellamientos», las «persecuciones» con «guardias de soldados», las «deshonras públicas», en resumidas cuentas la «violencia escandalosa» en contra de doña Josefa, despojada además de sus bienes dotales (25.000 pesos) y parafernales. Los bienes parafernales son aquellos propios de la mujer en el matrimonio, por aportación o por adquisición posterior. Doña Josefa había heredado en 1785 bienes de su legítima madre, doña Josefa Bolívar y Ponte, después de empezar la causa de divorcio (1782), pero que don Martín pretendía administrar, «usurpar», según argumento del defensor de la mantuana.
La herencia de doña Josefa (los bienes que le dejó su madre, elemento clave de esta guerra) ascendía a 50.000 pesos en total, que incluían la propiedad de terrenos como la hacienda-arboleda de cacao de San Joseph en los valles de Taguasa y la hacienda de la Divina Pastora así como la propiedad de esclavos divididos entre ambos litigantes en el caso de matrimonios de esclavos.
Es que este singular mantuano se aprovechó de su estatus e influencia de poder acudiendo simultáneamente a la justicia civil (gobernador) y eclesiástica (provisor) para que se decretase el embargo de los bienes de su legítima esposa (14 de abril de 1785), mediante un depósito de los mismos y la facultad concedida a don Martín de «embolsar los frutos» correspondientes –cosa que no hizo- a cambio de la manutención («mesa moderada para sus alimentos», y gastos de defensa) de su esposa.
Por su parte doña Josefa insistirá en sus denuncias en la «sed insaciable de apoderarse de mi sustancia para mantener el lujo, juegos, y lascivias en que vive encenagado», en la «dilapidación y ocultación de bienes», así como la «extracción de esclavos» practicada por don Martín a altas horas de la noche. Además de maltratador, chulo.
El revés inusitado
En 1787, por decisión del capitán gobernador general, Juan Guillelmi (25 de enero, en virtud de una Real Cédula de 25 de octubre de 1786), se altera definitivamente el curso del juicio en su aspecto económico: doña Josefa recobra su libertad, se le desembargan sus bienes, y se le libra despacho para que se retengan los frutos de la hacienda que don Martín poseía en el valle de Caucagua y los depositasen en la persona de Joseph de Escorihuela, Fiel Ejecutor de la ciudad de Caracas.
A esta maltratada mujer su legítimo esposo no le tuvo compasión alguna. Cegado en apariencia por su «honor» malogrado ante las supuestas infidelidades de su esposa (lo cual nunca llegó a comprobarse), en realidad usaba dicho pretexto para apropiarse de su fortuna y dicho sea de paso, difamarla y humillarla.
En primer lugar, logró que se la confinase al distante pueblo de Santa Lucía (a 80 km. de la capital). El 5 de diciembre de 1791, se produjo un primer cambio importante en el curso del expediente: fue aprobada la solicitud de apelación a favor de Josefa, desterrada hasta entonces en dicho pueblo, mientras las desavenencias de la pareja llegaban a los oidores de la Audiencia de Santo Domingo. El 13 de agosto de 1793, alegando que era más fácil «zelar (sic) (su) conducta» desde Caracas que en un pueblo lejano, los oidores pusieron fin al ostracismo de doña Josefa, siendo enviada a casa de unos parientes de «buenas costumbres» (don Nicolás Alvarenga, y en segundo lugar doña Gertrudis Aguado y su hermano el presbítero Miguel Aguado).
Pero no contento con ello, el despiadado marido con el «mortal odio» que le profesaba (expresión que consta en las actas) logró que se la internara –al menos por un breve tiempo- al «infame» e «indecoroso» Hospicio de la Caridad. Este Hospicio no es más que la Casa de Recogimiento u Hospicio para Mujeres de Santiago de León de Caracas, conocidos oficialmente desde su creación por la denominación de Santo Hospital y Hospicio de Nuestra Señora de la Caridad. Se había fundado a instancias del obispo Diego de Baños y Sotomayor en 1692 contando para su mantenimiento con la obra pía de la hacienda de San Nicolás de Cocorote, San Felipe, instituida por doña María Josefa Marín de Narváez (bisabuela materna del Libertador), en ese mismo año de 1692 en que fallece. Esa Casa quedaba al lado del oratorio y luego iglesia de san Pablo (demolida para levantar el Teatro Municipal en tiempos de Guzmán Blanco) donde custodió al Jesús Nazareno que hoy se venera en la basílica menor de santa Teresa.
Josefa es un caso excepcional de malos tratos dentro de una familia aristocrática, no de una «pecadora» como pretendió hacerse creer a propios y extraños; caso contrario el de su cuñada Rosa Aristiguieta, es decir, la propia hermana de su cónyuge maltratador, en el juicio que le instauró su consorte Joseph de Castro, a quien llegó a comprobársele abiertamente su adulterio con un factor de la Compañía Guipuzcoana. Quería «escaparme de las violencias» dijo en una oportunidad doña Josefa.
Finalmente, la sentencia de divorcio «perpetuo», llegaría el 13 de agosto de 1793, después de una década de litigios demoledores, tensiones, mala propaganda y sufrimiento por parte de Josefa. Aparejada con la separación formal y definitiva de la pareja, llegaron las condenas para «lavar» los pecados de los esposos litigantes en sintonía con su condición. A don Martín le tocaron unos ejercicios espirituales en el Convento de san Francisco de Caracas, además de unas piadosas donaciones a favor del Hospicio de la Caridad; a doña Josefa, en cambio la obligación de guardar retiro en casa de una pariente encargada de «controlar» sus acciones.
La lección no aprendida
Como acertadamente lo apunta Langue (1998) si bien al mantuano delincuente, tal como aparece en las actas finales del proceso, solo le correspondieron los ejercicios espirituales mencionados, de manera extraordinaria tratándose de un aristócrata, la justicia civil lo declaró culpable, junto al alcalde Solórzano su aliado, y una primera Real Provisión mandada por los oidores de Santo Domingo ordenó su prisión (27 de octubre de 1786).
Esta circunstancia generó un precedente al menos en al animus de aquella sociedad. Tres años después, el mantuano se resistía todavía a acatar las decisiones de la justicia. Un hecho contribuyó sin embargo en modificar la actitud de las autoridades religiosas, favorables en principio al mantuano: la circunstancia de que don Martín solía atropellar con propia autoridad las casas de mujeres blancas honradas escalándolas, haciéndose Juez intruso, y ultrajándolas con el mayor despotismo, lleno de orgullo y de soberbia, pensando que por grande y poderoso no hay Juez para él en esta ciudad, practicando las más vivas diligencias para aprisionar a Doña Josefa y a María Jesús que la acompañaba en su persecución, según testimonios.
Los llamados divorcios hasta finales del siglo XIX solo significaban una separación de los esposos, mas no la disolución del vínculo que les permitiese hacer una nueva vida. Estaban atados y bien atados. El divorcio como lo conocemos hoy día llegaría en Venezuela con el Código Civil de 1904, aun cuando se llamaba también divorcio a la simple separación de cuerpos. Dicha separación, conforme a los Códigos de 1862 y 1867, se tramitaba ante los tribunales eclesiásticos, de acuerdo con el procedimiento establecido en el Derecho Canónico, y solo pasa a la competencia exclusiva de los tribunales civiles a partir de la promulgación del Decreto Ley de matrimonio civil de 1873.
Los ricos también lloran
El padecimiento de Josefa Lovera Otañez y Bolívar es tan solo una muestra de los incontables casos de maltrato que las mujeres vienen padeciendo desde Lilit (la primera mujer antes que Eva) hasta nuestros días. Si los hechos se hubieran producido hoy, a este marido transgresor se le aplicaría acumulativamente todos los delitos, pues su esposa sufrió desde agravios sicológicos, económicos, personales e incluso, feminicidio en grado de frustración. El elenco completo de ultraje.
Mucho más que normas, se requiere concienciar una cultura de respeto que debe iniciarse en el seno de los hogares. Si bien doña Josefa pudo hacerle frente al patán y abusador de su esposo debido a su posición económica y social, ese hecho no le resta mérito alguno, puesto que su confrontación abierta, valiente y decidida fue mal vista –y condenada- por esa sociedad patriarcal, incluso por sus coetáneas, quienes prefirieron llevar su cruz a cuestas en silencio, mientras le criticaban su irreverencia. No libró una lucha contra una persona, lo fue contra todo un establishment de atávicos prejuicios.
Referencias
Chópite, L. (1997). La población de Caracas (1754-1820). Estructura y características. Anuario de Estudios Americanos. 54. 10.3989/aea.1997.v54.i2.385.https://www.researchgate.net/publication/50284807_La_poblacion_de_Caracas_1754-1820_Estructura_y_caracteristicas
Langue, F (1998) Las mantuanas escandalosas. Irreverencias y transgresiones femeninas en la aristocracia venezolana del siglo XVIII. XIII Coloquio de Historia Canario-Americana; VIII Congreso Internacional de Historia de America: (AEA) (1998) / coord. por Francisco Morales Padrón, 2000, ISBN 84-8103-242-5, págs. 1352-1363.
Nuñez, E.B. (1988) La ciudad de los techos rojos. Caracas: Monte Ávila Editores.