Los III Juegos Bolivarianos tuvieron lugar en Caracas del 5 al 21 de diciembre de 1951. Un año antes, el Comité nombrado para tal fin adscrito al Ministerio de Educación, confió a Alejandro Colina la creación de un pebetero del fuego olímpico que flamearía durante los Juegos. El artista, fiel a su vocación indigenista y americanista, se inspiró en la mítica india yaracuyana: María Lionza. La diosa con sus brazos en alto, sostenía una vasija, especie de ánfora, depositaria del fuego que ardería gracias a una tubería interna por la que circularía querosene, causante años más tarde de la fractura de la escultura, producto de la filtración de agua de lluvia, hollín y polvo. El nadador venezolano Francisco Feo fue el encargado de encender el pebetero en el Estadio Olímpico de la novel Ciudad Universitaria.
Originalmente la escultura de la deidad fue colocada al lado del puente que cruza el río Guaire entre los estadios junto con “El atleta” de Francisco Narváez.
Maria Lionza pétrea en su condición de diestra amazona, monta “a pelo” una danta, sin silla ni riendas, aprisionando al animal con sus exuberantes piernas, altiva, dominante, triunfadora.
El mamífero pisa con sus patas delanteras sendas serpientes. En la base del pedestal, el artista esculpió jeroglíficos en relieve y una hermosa hoja de la planta “uña de danta”; en los costados, antorchas en altorrelieve y flamas de bronce.
Luego, en 1954, el mismo Colina traslada la obra al sitio donde actualmente se yergue, y aprovecha para reemplazar la vasija donde ardió el fuego olímpico por un elemento más acorde al mito originario: el hueso sacro de la pelvis femenina. Asimismo, decide cambiar la nariz de la danta que era chata por una más prolongada, que es la que conocemos hoy día.
Por esos días se estaba construyendo la autopista Francisco Fajardo, espina dorsal de la ciudad que une el Oeste con el Este de la misma. Esa circunstancia hizo que la escultura icónica quedase atrapada en la arteria vial. Se dice que la idea de la “expulsión” de la María Lionza de Colina obedecía a criterios estéticos de la época, según testimonia quien estuvo al frente del Instituto Ciudad Universitaria, capitán Luis Rafael Damiani: el creador de la Ciudad Universitaria, el arquitecto Carlos Raúl Villanueva era de la opinión que la efigie no guardaba sintonía con la “Síntesis de las Artes”, las antípodas del realismo que representa toda la obra de Colina. O más bien Villanueva ante la inconmensurable carga atávica que la diosa representaba prefirió marcar distancia.
Octavio Sisco Ricciardi