Octavio Sisco Ricciardi
La dulcería criolla es un festín de aromas, sabores y colores. El papelón y la melaza son los encargados de endulzar ese caleidoscopio de postres, otorgándole un color cobrizo, oscuro, casi negro. También es un recurso de mágico sabor en panes salados que son barnizados con la tinta edulcorada de la caña de azúcar. El trigo refinado nos ha traído a la mesa la blancura que nos recuerda los procesos coloniales de limpieza de sangre.
A mediados del siglo XVIII dos reposteras caraqueñas, Rosa y Dominga Bejarano fueron las creadoras de un postre particular que sigue hasta el presente: la torta Bejarana. Una de las cosas que hace especial a esta torta, es que no requiere harina de trigo para su preparación, puesto que su importación era, como lo es hoy, muy costosa. Sus ingredientes son también recurrentes en muchas preparaciones de nuestra cocina: queso blanco, papelón, plátanos (plátanos machos como los conocen los españoles) y especias como canela, guayabita, nuez moscada y clavos de olor. También es conocida popularmente como "torta burrera" por el nombre que los vendedores ambulantes le daban a los trozos rústicos y generosos de la torta Bejarana.
Es un postre sin pretensiones, con un aire tosco y precario. Su consistencia es bastante densa, parecida a un budín de pan; con el olor característico de la melaza que le otorga el melado de papelón que se mezcla con el dulzor del plátano y lo salado del queso rallado, envolviendo hasta la nariz más despistada por las especias usadas, un aroma suave y evocador, nostalgia de recuerdos olvidados o que no se tienen.
Según cuenta la tradición, las Bejarano eran dos quinteronas (el quinterón era hijo de cuarentón y blanco) con cabellos levemente ensortijados, no obstante parecían blancas. Lo que sí es rigurosamente histórico es el relato que sigue. De acuerdo con las leyes de castas coloniales, se las tenía por pardas, no teniendo derecho, entre otras cosas, a asistir a la misa en Catedral. Rosa, la mayor, se enamoró de un alférez español. Al pretender contraer matrimonio, la barrera jurídica la encontraron justamente con las Leyes de Indias que impedían enlaces entre parejas de diferentes castas. Sin embargo, para toda regla hay una excepción: si se demostraba en proceso legal tener una distancia fenotípica con las “razas vencidas”, poseer buena conducta con expensas suficientes para seguir el juicio, podría comprarse el derecho al “estado de blanco”.
Entonces, las famosas confiteras se entroncaron por derroteros judiciales, topándose con la resistencia de aquella sociedad encumbrada, debido a los reclamos e impugnaciones que hacia el Ayuntamiento capitalino, regido esencialmente por los criollos oligárquicos. Dos años duró la diatriba procesal. La apelación incluso fue remitida a la Real Audiencia de Santo Domingo, tribunal superior que incluía la jurisdicción de la Capitanía General de Venezuela. Nuevamente apelada, llegó hasta la cabeza del poder judicial monárquico. Es así que Carlos IV de Borbón, llamado “El Cazador” finalmente sentenció lo siguiente: “Y yo, el Rey, no teniendo tiempo ni paciencia para oír los dimes y diretes de los vecinos de Caracas sobre la condición social de mis vasallas Rosa y Dominga Bejarano, decreto que sean tenidas por blancas aunque sean negras”.