Octavio Sisco Ricciardi
Como bien lo refiere Ángel Rosenblat en sus “Buenas y Malas Palabras” (Biblioteca Ángel Rosenblat, Tomo II, Monte Ávila Editores, páginas 264 y 265) existe en Venezuela una atomización lingüística producto de la mezcla de las lenguas indígenas así como de las extranjeras que se han venido incorporando, sin contar con los regionalismos propios de cada una de ellas. En todo caso, es la lengua general la que unifica. La voz adoptada por Caracas, indígenas o española, tiende siempre a imponerse dentro de la multiplicidad caótica de la terminología local.
No obstante, persisten muchas voces indígenas entre nosotros. Maruto, de origen Caribe, es el apodo para designar el ombligo, nombre que se ha extendido a otras regiones. Con el mismo mote también suele llamarse a la mancha de la piel de color morado, que con el tiempo va poniéndose amarillenta, para terminar por desaparecer, debida a una hemorragia subcutánea, normalmente provocada por un golpe. Pero la acepción más usada para “maruto” es esa pequeña protuberancia patológica que se forma a la superficie de la piel, sobre todo en el ombligo, la cara y en las manos, es decir, ese tuyuyo que sobresale de manera fea; una verruga pues. Por extensión, también se dice que algo luce como un “maruto” cuando resalta algo, en una casa o edificio, de manera antiestética o poco elegante.
Construido entre mayo y noviembre de 1956 e inaugurado el 29 de diciembre de ese año, el Hotel Humboldt, constituye la obra más desafiante del arquitecto Tomás José Sanabria (1922–2008), casi un milagro. Sobraron los ríos de tinta para enaltecer este “tótem” del Ávila, a decir de Joaquín Marta Sosa. No es para menos, se trata de una de las obras más emblemáticas de la Caracas de los años 50 del siglo XX, solo disputado por las torres gemelas del Centro Simón Bolívar de Cipriano Domínguez. El Hotel Humboldt reta el paisaje secular para aprovechar el potencial paisajístico de la cumbre.
El complejo arquitectónico domina la cima de nuestro titán ancestral y se le accede a través de la estación terminal del teleférico de Maripérez. Su vínculo al norte se planteó a través de las estaciones de Galipán y El Cojo. La solución espacial impone una torre de planta circular que permite una vista de 360 grados para contemplar el valle y el mar. Este emplazamiento es una terraza geográfica cuya cima tiene 600 m. de longitud y 65 m. de ancho. El hotel con sus catorce pisos, un mirador y dos vestíbulos destinados a servicios, se erige como un foco de atracción visual sobre las montañas hacia la ciudad y un hito de la arquitectura venezolana que por su estratégica ubicación se ha convertido en uno de los principales emblemas caraqueños. La arquitectura de esta torre enlaza a la arquitectura moderna internacional y a la brasileña, a través de la utilización de sus formas libres.
Ha tenido tiempos tenebrosos de mala ocupación e intervenciones. Empero, gracias a las gestiones del Estado venezolano, desde el 2012, bajo la coordinación calificada y denodada del arquitecto Gregory Vertullo, con la conformidad del Instituto del Patrimonio Cultural por ostentar el inmueble la condición de Bien de Interés Cultural desde el año 2000, la recuperación se ha venido ajustando, en lo posible, al espíritu de Sanabria en medio de la magnificencia arquitectónica que vivió Caracas bajo la filosofía perezjimenista del Nuevo Ideal Nacional.
Con el tiempo se ha convertido en la atalaya del valle caraqueño. En 1963 fue el primer símbolo utilizado para marcar el inicio de la Navidad, utilizando las luces y cortinas de la edificación para simular una cruz. Luego, a partir de 1966 se inició la costumbre de encender la cruz de El Ávila cada mes de diciembre, por lo que la entonces Electricidad de Caracas, construyó la torre que sostiene las luces, un poco más abajo en el cerro Papelón del Parque Nacional Guarairarepano (El Ávila), incorporándose al imaginario colectivo como el símbolo navideño por excelencia de la capital de Venezuela.
Los valores culturales que porta el Hotel Humboldt ubicó al país en la vanguardia arquitectónica del siglo XX, siendo el logro más supremo del arquitecto venezolano Tomás José Sanabria. Puede considerarse como una de las obras maestras del pasado siglo en Venezuela, pues para la época de su construcción el Hotel Humboldt era uno de los más avanzados y confortables hoteles de turismo construidos en Suramérica. Así se describe su inserción en el Catálogo oficial del patrimonio cultural venezolano.
Pero no todo fueron loas ni flores. Sería el “ruiseñor de Catuche”, el poeta caraqueño, Aquiles Nazoa, quien apodaría al Humboldt de maruto. En su “Caracas física y espiritual” nos narra con un dejo de amargura, la tragedia que significó la Caracas del petróleo. De aquella ciudad casi bucólica, de las estampas coloridas y del vuelo triunfante de tropillas de palomas que cruzaban el valle, fue testigo desdichado de la transformación acelerada de la urbe, en ocasiones acertada, en otras no tanto. Cual monstruo Leviatán, el concreto y el asfalto devoraba los referentes románticos de la capital, “la de los techos rojos”. Aquiles con su humor filoso relataba que el patrioterismo de Juan Vicente Gómez llevó a transformar el Campo de Carabobo en una utilería de chivera. A esa ocurrencia –agregaba- le correspondía al “maruto” que levantara Pérez Jiménez en la barriga del Ávila. Decía “verdadera redundancia arquitectónica en que incurrió el arquitecto al construir un rascacielos sobre el tope de una montaña, que es como decir levantar un edificio en alta mar para construir una piscina”.
El refranero popular con su atávica sabiduría nos aconseja que entre innumerables gustos y colores, aún no han escrito los autores. La opinión de Aquiles, comprensible desde su alma de jilguero, la acogemos con ternura comprensiva, pues es el sentimiento de alteridad que debe prevalecer en toda relación humana, en un mundo que demanda más convivencia dentro de la diversidad. No nos está permitido olvidar su humor y amor de fina estampa.